lunes, 21 de enero de 2013

Supernova 1

Capítulo 1


Miro por la ventana el nublado, frío y gris día que hace. Nada fuera de lo común en Londres, pienso aburrida. Las enormes nubes abovedan el cielo como si quisiesen custodiar una valiosa reliquia y de ese modo impidieran la entrada de forasteros. Bajo mi cuerpo el asiento vibra. Eso es porque el coche lleva encendido unos veinte minutos y el general Harper no acaba de subirse para podernos ir.

     Finalmente. Se despide del funcionario que ha de quedarse a cuidarle la propiedad, se sienta en la parte trasera del vehículo conmigo y me dedica una sonrisa antes de indicarle al chofer que puede avanzar. Él parece más entusiasmado que yo. Cualquiera, de hecho, parecería más entusiasmado que yo. Aunque no vale afirmar que yo sea muy risueña, en verdad. No, más bien soy curiosa, preguntona y en algunas ocasiones fastidiosa, pero eso es porque a veces yo también me fastidio. Me fastidio de estar sola.

     No es que el general suela encerrarme en mi habitación. No. Eso ya lo hago yo porque prefiero mi habitación a una enorme casona donde nadie me dirige la palabra, donde nadie me mira a la cara, donde nadie está interesado en intercambiar conmigo ni dos palabras. Y para agravar mi ya deprimente situación, resulta que me van a enviar en tren a no sé donde, lugar que acaba siendo la enorme granja de un amigo de Harper en la cual, no me cabe duda, tampoco nadie me hablará.

     Suspiro.

     No es que sea la única a la que envían al campo, los otros niños de Londres, todos, tienen la orden expresa de ser dirigidos a un lugar más seguro en un intento de protegerlos de los aviones bombarderos que constantemente hacen volar edificaciones, comercios e incluso a las personas. Han instalado alarmas antiaéreas por todas partes, pero no tienen un cien por ciento de efectividad. Todo eso, claro, porque allá en Alemania hay un loco que de pronto decidió que quiere gobernarlo todo, y al parecer lo está consiguiendo.

     -¿A qué parte de Inglaterra me vas a mandar? 

     Me giro y le pregunto, aunque me lo ha dicho varias veces, pero esta vez tengo otra pregunta para hacerle tan pronto reciba respuesta. Harper me observa con sus ojos azules y esboza una sonrisa enorme.

     -A Devon. Te gustará el lugar. Hay prados enormes, muchos animales de granja, un lago cerca de la casa de mi amigo...

     -¿Y yo podré salir de la casa? Digo, ¿pasear por el prado y por el lago?

     Abro los ojos con sorpresa y me pregunto cómo será eso de gozar de un poco de libertad, poder quedarme fuera y hacer lo que yo quiera, tumbarme en el césped y mirar el cielo... En fin, no estar encerrada entre cuatro paredes como ha sido siempre con Harper, que parece tener un imperioso deseo de mantenerme enjaulada todo el tiempo.

     -Por supuesto que sí -dice tranquilamente, pero luego como que la expresión le cambia y ahora está serio-. Pero no quiero que hables con extraños ni con la servidumbre, ¿entiendes?

     Suspiro, giro la cara hacia la ventana de mi derecha y pongo los ojos en blanco. Ya lo sabía yo. Sabía que no me dejaría intentar entablar amistad con nadie, y la verdad es que ya comienza a fastidiarme. ¿Qué tengo de malo como para que no considere seguro dejarme hablar con nadie? ¿Por qué nunca me presenta a sus compañeros del ejército, nunca me lleva a los bailes y jamás me deja recibir los paquetes que llegan a casa? ¿Qué problema tiene con que tenga, al menos, un conocido?

     -Promételo, Ery -insiste.

     No me doy por aludida. Quizá si hago silencio y me finjo sordera pueda evitar prometerle algo que, espero, no lograré cumplir después. Pero Harper, implacable, me coloca una mano en el hombro.

    -De acuerdo, lo prometo -acabo suspirando.

     Llegamos a la estación del ferrocarril. Hay muchos niños de todos los tamaños y edades, muchas mujeres llorosas despidiéndolos y muchos oficiales intentando hacer entrar a todos los menores. No puedo evitar detenerme por completo y observarlos como si fuesen de otro mundo. Van vestidos muy humildemente, algunos acarreando pequeños bolsos que se cuelgan al hombro, pero lo que a mí más me sorprende es la cantidad de ellos que hay.

     ¿Tantos niños y jamás tuve un solo amigo? Harper ha logrado su cometido.

     Dándose cuenta de que no lo sigo, se regresa, me coge de la mano y seguimos a un par de oficiales que nos abren camino hasta un vagón del ferrocarril cercano al final. Allí están mis tres maletas. Harper sube conmigo al vagó y, en lugar de mirar la tapicería de los muebles, las cortinas en las ventanas o tan siquiera el techo o el suelo, lo que hace es dirigirse a una de las puertas que conecta este vagón con el de al lado y hala de la manilla. La puerta no se abre. Luego camina rápidamente hasta la puerta del otro lado, intenta abrirla pero nada. Yo sé lo que hace, está comprobando que nadie sale ni entra en mi vagón. Incluso cuando nos vamos a dejar de ver se asegura de mantenerme tan aislada del resto de los chicos como sea posible.

     Suspiro derrotada, y él me voltea a ver.

     -Tranquila, nuestra separación no durará mucho. Lo prometo -mira la hora en su reloj dorado de bolsillo, ese del que nunca se separa-. El tren está por partir.

     Y en efecto, se hace escuchar el silbato y, una tras otras, las diferentes puertas del ferrocarril cerrándose. Harper me mira y es como si no supiera exactamente qué gesto es el apropiado para la despedida que estamos desarrollando; yo tengo muy claro que probablemente no nos volvamos a ver nunca ya que él tiene que pelear contra el alemán loco, y es por eso que tomo la iniciativa y le doy un fuerte abrazo. Yo tampoco soy buena con el trato personal, y todo es culpa suya.

     -Cuídate -me dice al separarnos-. Y recuerda que...

     -No debo hablar con extraños -completo-. Me lo has repetido cientos de veces.

     -Lo sé, es que... -aprieta los labios y al final decide no completar su respuesta. ¿Es que qué?- Nada, sólo no te metas en problemas.

     Da media vuelta y baja del vagón, las puertas se cierran con un golpe seco y nuevamente estoy sola y encerrada, aunque esta vez con la posibilidad de redimirme en Devon. Cuando tomo asiento y miro por la ventanilla de la puerta de la izquierda me doy cuenta que el vagón de junto está completamente abarrotado mientras yo tengo espacio más que de sobra; lamentablemente es probable que Harper diera instrucciones de no permitir que nadie se me acerque, y tengo por seguro que, hasta que llegue a Devon, van a cumplir las órdenes.

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