sábado, 2 de marzo de 2013

Supernova 8

Capítulo 8


Lo miro de hito en hito, estupefacta. Debe ser una broma. Sí, eso es. Me repito una y otra vez, pese a los temblores que recorren mi columna, que aquello es una broma pesada y francamente nada graciosa de Lyem. No puede en serio creer que le dejaré pegarme. No puede querer pegarme en serio.

     -¿Y bien? Estoy esperando -murmura con voz aparentemente tranquila.

     Sigo sin moverme. Me pica mucho la cabeza y los brazos y cada célula de mi cuerpo me grita a voces que corra y chille tan fuerte como pueda, que salga de allí y acuse a Lyem con Harper o con el señor Quish; también, al fondo de mi cerebro, hay una voz que no para de llamarme estúpida por no haber regresado a la casa con Christopher.

     Oh. El corazón me da un vuelco cuando pienso en él.

     -¿Qué te ocurre, por qué estás tan enojado? -Me atrevo a tartamudear con algo de torpeza.

    -Te dejé muy en claro que soy el único hombre en este condado que puede tocarte, besarte o acariciarte. ¡Vi cuando tú y ese maldito embaucador se besaban! No lucías especialmente disgustada por ello, Lucero.

     ¿Embaucador? ¿Y con qué propiedad Lyem se refiere a Christopher con ese apelativo?

     -Lo siento mucho, de veras. Yo... no quería incumplirte, es sólo que... 

     Estoy al borde de la histeria, la desesperación y las lágrimas. Tengo mucho miedo ahora. No creo que él fuera capaz en serio de golpearme y menos con ese cinturón tan tosco, pero entonces yo no sé nada de Lyem, le conozco hace muy pocos días e ignoro si es un fanático loco del alemán y sus prácticas despiadadas.

     -Sí, ya lo sé -suspira de mala gana-. Es que él es deslumbrante, es que él es carismático, es que él es maravilloso, es que él... Me vale un maldito cuerno lo que tú pienses de él, Lucero. Te doy para escoger lo que quieres hacer a continuación: bien le pides que te folle hasta que desfallezcas o te pones en posición y te azoto diez veces. Escoge.

     -No entiendo eso de follar, Lyem...

     -Maldita sea contigo, Lucero. ¡Follar es que él coja su pene, te lo meta por el sexo y te embista una y otra vez hasta que lleguen al orgasmo! -espeta.

    Me tapo la boca con una mano y le observo horrorizada. Eso suena muy doloroso, sin mencionar humillante y barbárico.

     -No le pediré que me haga eso.

     -Bien, entonces te subes el vestido ya.

     Lágrimas corren por mi rostro.

     -Por favor -suplico entre el llanto. ¿Llanto por miedo a los golpes, por miedo a perderlo a él o a qué?-. No lo volveré a hacer. Seré cuidadosa y no... y no...

     -Sé que no lo volverás a hacer, Lucero. De eso me voy a encargar yo.

     Retrocedo hasta tocar la pared de madera con la espalda. Mis ojos recorren frenéticamente todo el lugar en busca de una vía de escape alternativa. No la hay. Lyem, con el cinturón en las manos, bloquea con su cuerpo la única entrada, y por cómo brillan sus ojos es evidente que no me dejará salir. De un momento a otro suelta el cinturón y yo albergo la esperanza de que esto no pase a mayores, esperanza que muere cuando él se acerca, me empuja y me somete no sin algo de dificultad sobre el suelo de tierra comprimida. Chillo, pataleo, me retuerzo y casi me ahogo cuando él desliza un rollo de cuero en mi boca, casi hasta mi garganta, de modo que mis gritos son absorbidos antes de siquiera salir. Luego une mis manos por detrás de mi espalda y las sujeta con unas riendas que tiene ocasión de alcanzar. También  ata mis pies, y lo siguiente que sé es que las faldas de mi vestido me cubren los hombros y he sido despojada de mis bragas. 

     No puedo ver lo que Lyem hace, sólo escucho sus pasos moviéndose por aquí, retirando o arrastrando este y aquel objeto, y luego me levanta las caderas y desliza algo como una gran piedra lisa debajo de mí, de modo que mi trasero se alza por sobre mi cabeza. Regresa con paso tranquilo a mi campo de visión y recoge el cinturón que había dejado caer. Palidezco. Me retuerzo con más ímpetu y las lágrimas pican detrás de mis ojos antes de iniciar la carrera por mi rostro. Si es por cosas como esta que Harper jamás dejó que conociera a nadie...

     La siento. La mordedura del cuero contra la carne de mi trasero. Un ardor terrible se esparce por mi cuerpo y hace que mi columna sufra espasmos. La acometida repentina me ha sorprendido lo suficiente como para que mi amortiguado llanto pare unos segundos.

     -Uno -masculla él, y enseguida el cinturón flagela de nuevo mi piel, aunque en esta ocasión un poco por debajo de la marca anterior-. Dos.

     Así continúa el suplicio, él contando cada golpe y yo intentando liberarme y sintiéndome desolada y abandonada a mi suerte. Para cuando llega al siete en su cuenta, yo ya he dejado de batallar y me limito a dar un respingo con cada nuevo azote, aunque sin dimitir mi llanto. Finalmente cuenta diez, pero ese lo recibo directamente de su palma abierta, no del cinturón. Luego siento que soy bajada de la piedra lisa y desamarrada en las piernas. Estoy demasiado agotada y humillada como para intentar patalear nuevamente y resistirme a sus manos cogiendo mis piernas y separándolas sobre el suelo de tierra; me quedo tranquila mientras lo hace, y aún no me muevo cuando se me echa encima y con sucesivos movimientos rápidos golpea mi trasero con su pelvis. Tiene algo duro dentro del pantalón que pareciera intentar inmiscuirse entre mis nalgas.

     -No he sido muy rudo contigo porque tu piel está desacostumbrada a este tipo de trato, pero la siguiente vez no habrá compasión -murmura jadeando en mi oído, como si estuviera cansado. Desliza una mano bajo mi cuerpo y me coge un pecho; lo aprieta, lo moldea, lo masajea. Cierro los ojos y me entrego a este contacto casi amable después de ser tan cruelmente maltratada-. Y no te follo aquí mismo porque no quiero estar lidiando con tu sangre después.

     El color me huye del rostro. ¿Sangrar? Es obvio ahora para mí que jamás follaré con nadie.

     Imprevisiblemente su mano está en mi sexo y uno de sus dedos se abre paso entre la carne hasta el nódulo sensible; allí comienza a masajearlo, a estimularlo como si fuera uno de mis pezones, y sorpresivamente esa parte de mi anatomía responde también irguiéndose, y es entonces que las terminaciones nerviosas se ponen alerta. Siento que escalo, cada vez más; más alto, más cerca del borde. Intento cerrar las piernas pero Lyem  lo impide sujetándome con las suyas. Mis caderas se separan del suelo con tal determinación que casi lo levanto a él también, y comienzan una lenta y tortuosa danza en círculos cada vez más frenéticos y agarrotados... Hasta que estallo, gritando, convulsionando, pero no se escucha más que mi respiración trabajosa. Él se levanta y me acuesta sobre mi espalda; tengo los ojos cerrados, no veo lo que hace, pero sí siento cuando vuelve a tenderse sobre mí. La dureza extraña dentro de su pantalón otra vez me golpea y empuja por la entrepierna, volviendo a estimular el nódulo y haciéndome temblar bajo el peso de su cuerpo.

     -Espero que hayas aprendido la lección, porque no me molestará volvértela a enseñar.

     Se levanta y me arrastra con él. Desata mis manos, me quita la bola de cuero de la boca y me acomoda el vestido aunque no me devuelve mis bragas.

     Doy media vuelta y salgo del cuartico sin pronunciar palabra y sin atreverme a mirarlo a la cara antes de marcharme. Recorro los establos en silencio, consciente de que los caballos me observan y, de seguro, se preguntan qué habré hecho para recibir semejante paliza... o a qué habré apelado para que Lyem fuera tan suave conmigo, según sus propias palabras. ¿De verdad me lo merecía? ¿Haber besado a Christopher fue una transgresión tan grave como para merecer ser atada y azotada en el suelo de un armario para el equipo de los caballos?

     Salgo a pradera abierta, al mismo lugar donde horas antes estaba tan feliz y pacífica en compañía de un hombre tan fascinante y cautivador como el hijo del dueño de la casa. Ya es de noche, los grillos cantan, y no me atrevo siquiera a alzar la cabeza con la esperanza de encontrarme alguna estrella brillando alta en el cielo; así de humillada y ultrajada me siento. O por lo menos eso supongo que siento. ¿Es eso? ¿O me estaré equivocando de nuevo? 

     Las lágrimas no han parado de correr por mi rostro, y de vez en cuando las acompaña una sorbida de nariz, pero ningún lamento, ningún resople. ¿Por orgullo? ¿Por vergüenza? Lo más probable es que sea por tristeza, pero aún no sé a qué. Advierto una sombra acercándose desde el caminillo de grava que conduce a la casona y sólo puedo cruzar los dedos y esperar que no sean Lucía ni Harper.

     No. Es Christopher.

     Va vestido muy sencillo con una camisa blanca ligeramente abierta en los botones superiores, un pantalón negro y sus botas de cuero de la tarde. Lleva el precioso cabello mojado, lo que me dice que se ha bañado hace poco, y por alguna razón ese pensamiento logra que me calme un poco. Él me ve y se acerca, pero no es sino hasta que estamos cara a cara que se percata de mis lágrimas.

    -¿Qué ocurre, pequeña? -su voz es dulce y suave, un arrullo, mientras sus pulgares enjuagan mis lágrimas- Una preciosura como tú no debería llorar jamás.

     Y en ello acabo de quebrarme. Retiro sus manos y escondo mi rostro húmedo en su pecho mientras me aferro a él con fuerza, sintiendo y casi saboreando los espasmos de mi llanto silencioso. En un segundo él me envuelve también y, de hecho, me alza en brazos y comienza a andar de seguro hacia la casa. No alzo la cabeza ni cuando Lucía lo detiene para interrogarlo sobre mí; él se la quita de encima pidiéndole que no haga preguntas y luego subimos las escaleras hacia mi habitación. Christopher me deposita con cuidado en mi cama y luego se sienta a mi lado; hago una mueca de dolor cuando mi trasero escocido entra en contacto con el colchón.

     Lloro y lloro. No parece que las lágrimas y los espasmos estén cerca de detenerse, y cuando parece que así será, todo vuelve con más fuerza. Finalmente, cuando siento que han pasado horas y horas desde que entramos aquí, paro. Me incorporo limpiándome el rostro con el dorso de la mano de una forma poco femenina, y me sorprendo cuando veo a Christopher aún sentado en la cama. ¿Ha permanecido aquí todo el rato?

     -¿Estás mejor? -murmura. Se acerca más a mí, se tiende de costado a mi lado y me acaricia el rostro.

     Asiento.

      -Lo lamento -farfullo débilmente.

     -¿Por qué, hermosa? Llorar no es pecado, pero sí me duele ver una carita tan linda surcada de lágrimas tan amargas. ¿Qué ha pasado?

     ¡Díselo!, sisea una furiosa voz en mi cabeza. Díselo y que ese bastardo de Lyem pague por lo que ha hecho. No la escucho, pienso que estoy demasiado sensible como para decidir hacer nada, porque si soplo que Lyem me golpeó... Bueno, no sé qué hacer. Christopher sigue esperando mi respuesta, sus sinceramente preocupados ojos escudriñando mi cara, y entonces hago una pregunta en lugar de responder.

     -¿Es normal que los amigos se peguen entre sí?

     Él frunce el ceño como si no acabara de entender lo que quiero decirle.

     -Pues... sí. Es común, sobre todo entre los hombres. Un golpe en juego, quizá un codazo o meter la zancadilla. ¿Por qué preguntas?

     -¿Y si uno de los amigos está molesto con el otro, también es normal que se golpeen?

     -En ese caso sí es malo, es algo más serio. ¿Por qué me preguntas esto, Lucero? ¿Qué pasa? -De pronto abre mucho los ojos, tanto que pienso que se le pueden salir de las cuencas. Se alza sobre su codo y me mira fija e intensamente con el entrecejo fruncido- ¿Alguien te ha golpeado, es eso?

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